La parashá Yitró marca uno de los momentos más trascendentales de la Torá: la entrega de los Diez Mandamientos en el Monte Sinaí. Es un instante en el que lo divino irrumpe en la historia humana, no con un despliegue de poder arbitrario, sino con un llamado a la responsabilidad ética. El texto nos dice: "Y habló Dios todas estas palabras, diciendo: Yo soy el Eterno, tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de casa de esclavitud" (Éxodo 20:1-2). Antes de proclamar mandamientos, Dios se presenta como el liberador, como la fuerza que saca al ser humano de la opresión. Esto sugiere que el núcleo de la relación con Dios no es la sumisión ciega, sino la transformación moral. Como escribe el rabino Leo Baeck, una de las figuras más influyentes del pensamiento judío moderno: "Dios no exige obediencia mecánica; Él despierta la conciencia. No es el Dios de la imposición, sino el Dios de la revelación ética." La revelación en el Sinaí, entonces, no es un simple decreto divino, sino un compromiso con la justicia. Cada precepto se fundamenta en la idea de que la vida humana tiene dignidad, que las acciones tienen consecuencias y que la libertad no es un derecho vacío, sino una responsabilidad. Tomemos, por ejemplo, el mandamiento "No darás falso testimonio contra tu prójimo" (Éxodo 20:16). Este principio va más allá de evitar la mentira en un juicio. Nos llama a construir una sociedad donde la verdad sea la base de la justicia. Abraham Geiger, otro pensador clave, afirmaba que la esencia de la moralidad judía no está en el legalismo estricto, sino en su capacidad de evolución: "El espíritu de la Torá no es estático; su propósito es ennoblecer la vida en cada generación." Si aplicamos este principio, el mandamiento contra el falso testimonio no solo nos exige integridad personal, sino que nos confronta con nuestra responsabilidad en la esfera pública: ¿Somos cómplices del engaño cuando callamos ante la injusticia? ¿Qué significa decir la verdad en una sociedad saturada de desinformación? Otro mandamiento que merece nuestra atención es "No matarás" (Éxodo 20:13). Podría parecer una norma elemental, pero su profundidad radica en que la vida no solo debe preservarse físicamente, sino también moralmente. Hermann Cohen argumentaba que la ética judía se centra en la idea de "humanidad": "Ser humano no es solo existir, sino garantizar la existencia del otro." En este sentido, la prohibición de matar no solo es un mandato contra la violencia directa, sino un rechazo de toda estructura que niegue la dignidad humana: la pobreza extrema, la indiferencia ante el sufrimiento ajeno, la exclusión sistemática de quienes son diferentes. Finalmente, el acto mismo de la revelación en Sinaí nos deja una enseñanza clave: "Todo el pueblo veía los truenos y los relámpagos, y el sonido del shofar, y el monte humeaba; y al verlo, el pueblo tembló y se mantuvo a distancia" (Éxodo 20:15). ¿Por qué el miedo? Porque recibir una revelación no es cómodo. No es una ceremonia vacía ni una simple tradición. Es una confrontación con lo que somos y lo que debemos ser. Es la llamada a la acción ética que, como el Sinaí, resuena en cada generación. Escuchar la voz del Sinaí no es recordar un evento del pasado. Es asumir la responsabilidad del presente. Es comprender que la revelación no terminó con Moisés, sino que sigue ocurriendo en cada decisión justa, en cada acto de verdad y en cada lucha por la dignidad humana. Porque al final, la pregunta no es si Dios está de nuestro lado. La verdadera pregunta es: ¿Estamos nosotros del lado de la justicia, de la verdad, del valor sagrado de la vida?